“Una vez tres amigos
Dulce en la tristeza
Ahora parte de su pasado.
Al final
Lleno de alegría
Pasó de una clase a la otra”. Three Friends, Gentle Giant
Desperté con aquella percepción de un amanecer continuo del mundo. Se da a cuentagotas en los sueños y parece llevarnos a un punto en el que no sabemos si recordamos un pasado remoto, si vivimos vidas paralelas o si se trata de acontecimientos futuros. Sea lo que fueren, persistía esa sensación refrescante de haber visitado un mundo siempre novedoso que de alguna manera hacía presagiar que, no obstante la sensación agobiante de vivir en un mundo desgastado, intoxicado desde sus cimientos, siempre existiría un lugar oculto llamándonos a vivir en él. Contra el tumulto del mar agotador de los acontecimientos, siempre cambiantes, siempre envejeciendo, una tierra fija, siempre nueva, emergería en algún punto para quienes cultivaren la paciencia y la esperanza. Un misterio siempre velado, pero que trasluce esa luminosidad plácida de una grandeza oculta, esperando a ser descubierta.
Miré el reloj, eran las nueve cuarenta de la noche. Pedro, como era costumbre, me había dejado un vaso de jugo de naranja y un sándwich con carne y palta en la mesa del dormitorio. Comí rápidamente, más por previsión que por hambre, me lavé la cara y me vestí con un traje gris oscuro y sombrero de hongo.
Había quedado de juntarme con dos viejos amigos del colegio, Santiago y Pelagio, a tomar una cervezas en un bulevar del centro, cruzando la Alameda de las Delicias, por el costado norte, a la altura de la Iglesia de San Francisco. Hacía semanas que no ponía un pie en mi “Vauxhaul Prince Henry” y me tomó casi un minuto encender el motor y sentir ese sonido tan característico que a mis oídos era el paraíso. El artefacto constituía mi orgullo, pues no había más que tres de ellos en todo el país, siendo un auténtico bólido deportivo, capaz de alcanzar hasta ciento treinta quilómetros por hora, con su color azul intenso y su capot metálico, envidia y admiración de cuantos pusieren sus ojos en él. Lo había importado directamente de Inglaterra y le proveía el mayor de los cuidados y esmero en su mantención, poniéndolo sólo en las manos del único mecánico especializado que había en la ciudad.
El viaje no me tomó más de diez minutos y la noche no tenía el calor agotador de la semana anterior. Un toque refrescante de viento confluía con una luminosidad tenue para hacerme sentir sumamente agradado en ese momento.
Me estacioné en un costado de la Iglesia de Santa Rosa de Lima, a escasas dos cuadras del bulevar y caminé con total calma, contemplando los hermosos faroles de las luminarias de aquella parte de la ciudad, para encontrarme con Pelagio en una esquina, quien, con su puntualidad característica, llegaba al legendario Bar de Enebro.
Como ninguno tenían aún mayoría de edad, recurríamos a nuestra amistad con el dueño del lugar para poder tomar cerveza en un altillo del edificio de dos pisos que, de hermosa decoración victoriana, servía de cobijo tanto al bar como a un pequeño y elegante hotel, ubicado en la planta superior.
Al cabo de media hora, llegó Santiago, con un leve halito alcohólico, lo que hacía pensar que ya venía de calentar motores, sea de la casa de sus padres, con quienes vivía, o de alguna juerga previo.
- Qué se teje?, fue su introducción mientras se sentaba.
- Todo como siempre, dijimos casi a coro.
- “Siempre” es mejor en ti Andréi que en Pelagio, rió Santiago con una risa sarcástica.
- Pelagio disimuló una risa, pero sabía que el comentario no era precisamente benévolo, pues se encontraba en una suerte de “año sabático”, con el malestar de su padre ante el abandono que su hijo hiciera de la carrera de leyes, ya cursados dos años, para emprender una aventurada y a sus ojos poco seria carrera de pintor.
- Y, supongo, tienes planes para más tarde, le dije a Santiago para tantearlo.
- Por desgracia a donde voy no cabe más de uno, pero tengo pensado pasar primero un buen rato en el bar y seguir el pulso de los acontecimientos.
- O sea, hasta que te aburras, concluyó Pelagio.
- Honestidad, antes que nada. ¡Mozo!, una tanda de cervezas. Al instante apareció un joven flacucho y pálido al extremo preguntando si preferíamos nacional o importada.
- Nacional yo, dije, y los demás asintieron.
El piano estaba un tanto desafinado, pero eso no impidió que Santiago, ya un litro en el bote, improvisara unos minutos, mezclando piezas populares con algo de valses vieneses. Tenía bastante musicalidad, aunque se notaba cierta oxidación en los dedos, presumiblemente más por la falta de práctica que por la de sobriedad. Después de una hora y media, el altillo se encontraba lleno de gente, todos mayores que nosotros y parecían disfrutar del ánimo adicional que mi amigo les daba con sus dotes artísticos.
- La medicina no te ha hecho mella, le dijo Pelagio.
- Por qué habría de hacerlo, respondió Santiago.
- Por codearte con gente tan ajena al gusto y al arte, le espetó Pelagio, saboreando su venganza.
Un viejo, ya bastante borracho, le pidió que tocara “Rumores de la Caleta”. Si bien Santiago no era precisamente admirador de Albéniz, por caridad o sencillamente por calmar al hombre, le dio en el gusto. La pieza, interpretada con gracia fue el colofón de nuestra noche en el bar.
Antes de emprender el rumbo, decidimos dar un paseo nocturno por Huérfanos hasta Bandera para ver los avances de lo que iba a ser la nueva sede del Club de la Unión. La noche, que seguía siendo calidad, ya estaba bastante más tolerable, serían alrededor de las dos de la mañana.
- Has podido ver los planos de Cruz Montt, Andrei, preguntó Pelagio.
- No me pareció feo, de hecho, diría más sobrio que el de Grossin, pero definitivamente no es mi gusto. Habría preferido algo más moderno y no tan pacato.
- Bueno, dijo Santiago, sabemos que aquí la gente posee un gusto anclado en el siglo pasado.
- Es una explicación un poco condescendiente, afirmé. Creo que nuestro aislamiento nos hace incapaces de valorar y aplicar lo mejor de la vanguardia, en todo orden de cosas.
Por Huérfanos, en sentido opuesto a nosotros, paseaban dos jóvenes de gran belleza, sin compañía, vestidas elegantemente de rojo ocre y verde oscuro, cosa sumamente extraña por las altas horas de la noche. Caminaban con cierto desparpajo, aunque con mucha gracia femenina, riendo y cuchicheando. Cuando pasaron al lado nuestro, una rió estentóreamente, con perfecta y blanca dentadura. Ambas tenían un brillo extraño en la mirada. La otra nos observó con un aire de desprecio y maledicencia. Observé atentamente ambas caras. Tenía más que la sospecha que pudieran ser unas de ellas, pero no era ni el lugar ni la situación adecuada para averiguarlo.
Despedí a ambos de mis amigos dándome cuenta de que nuestros caminos, a partir de entonces, sólo se diluirían, especialmente porque el mío propio, ya no podía volver atrás.
En la maleta de mi auto, guardaba uno de mis trajes negros con que incursionaba las noches. También un puñal y un machete recién afilado. Los saqué y me cambié de ropa discretamente en una calle oscura aledaña a la Alameda de las Delicias, cauteloso de que nadie me viera.
Encaminé hacia el cerro Santa Lucía, en la intersección del cerro con Huérfanos, pensando que quizá podía toparme con las muchachas que hacía tan sólo unos veinte minutos nos habíamos topado. No había absolutamente nadie y el Sereno no se percató de mi presciencia, agazapado como estaba sobre el techo de un edificio esquina. Lo había trepado con relativa facilidad y me otorgaba una buena perspectiva del lugar.
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